Esculpo mis palabras sobre el cielo de estrellas que dibujan los lunares en tu piel. La etérea admiración a tu mirada me hace despertar de este mundo terrenal. Tan solo un color es necesario para darse cuenta de que la delicadeza no reside en una belleza sin igual, sino en un profundo interior más bonito y duradero que cualquier realidad material. Tan solo un color más, blanco, y no escapo de este caminar hacia el destino que siempre ha vivido en mí, no en vano ansío deslizarme por este infinito indescifrable, no es el horizonte que a veces atisbo desde este oasis eterno. Es el ser que me hace brillar cuando te escribo estas palabras, que salen a fuego y en el aire de la yema de mis dedos. Es ser lo que me llena de todo esto, nunca antes había sido de esta manera, ni tan auténtico. El ritmo de mis latidos ya sincroniza con el de mi respiración. No es la fotografía, es lo que trasmite, lo que existe y no se ve. Lo que no existe y se ve. Me he quebrado demasiadas veces para darme cuenta, de hecho, ahora escribo estas líneas con lágrimas de felicidad, esa que llegué a creer un día que no existía. A este ritmo acelerado veo como la fotografía se vuelve escultura en tus ojos. La colección de sonrisas reside en mí, en una galería de obras de arte en el Museo del Prado. De esas esculturas en la sala 74 que nadie mira y todo el mundo ve, tan llenas de vida como cualquier obra maestra de Van der Weyden. Tú estás allí, en cada una de esas salas de mi cabeza ardiente, ilusión del reflejo más íntimo en mi alma. No concibo descanso, no hay más agua, ni aire, no hallo borde en el precipicio capaz de concebir lo inmenso del interior más recóndito de mí. Eres tú, con la misma elegancia que ves y tienes ante estas letras, que con tus ojos intentas desviar la atención para buscarme en la mirada. Es en estas palabras donde me deberías buscar, aquí en estos textos me escondo para mostrarte lo que soy contigo.